Ayer comí en el Bulli.
Sí, soy uno de esos escasos habitantes de este planeta que, gracias a la fortuna y sobre todo a unos buenos amigos, he podido visitar ese lugar mítico -"el mejor restaurante del mundo"- que se llama el Bulli.
Después de 52 platos, varias botellas de excelentes vinos, cinco horas de intenso disfrute de los sentidos y un pequeño período de recuperación emocional para volver a la normalidad, intento transmitiros lo que un intruso como yo sintió, vio, tocó, olió y saboreó en un sitio como el Bulli.
Hay que empezar por el lugar: Cala Montjoi. El fin del mundo. De un mundo de una belleza extraordinaria. Vas conduciendo por esas curvas del cabo de Creus admirando el paisaje, disfrutando de la hermosura del entorno, sin saber si ese es el camino, pues no hay ningún cartel que lo indique. Buscando la tierra prometida, esa tierra que parece que nunca vas a alcanzar, tan inalcanzable como el sueño de el Bulli; hasta que te tropiezas con él sin darte cuenta, como justo premio a tanto como has deseado poder llegar.
Y lo humano te sale al paso. Personas encantadoras, amables, Ferrán Adriá, Juli Soler, Lluis García, que te esperaban, te saludan, te ofrecen su casa, te la enseñan, te explican lo que hacen y consiguen trasladarte al salón de tu casa.
Y empieza el espectáculo, pues a eso asistí yo ayer: a un extraordinario espectáculo sensorial dónde mis cinco sentidos estuvieron activados, y de qué manera, permanentemente sorprendidos.
Una explosión visual de colores, formas, texturas, que componían una cadena de sobresaltos diseñados por un creador atrevido y convincente.
Cuánto eché de menos que la naturaleza humana no estuviese dotada de una máquina registradora de sabores que nos permitiera volver a paladearlos sin más que apretar un botón. Es difícil transmitir la intensidad, la pureza, la diversidad de los sabores que ayer disfruté .
Pero no solo sabores, ¡y los olores!, el cardamomo, la trufa, el caviar mezclado con almendras, la ostra con la becada, la soja, el wasabi. Los olores conocidos y familiares de nuestra infancia con los exóticos de mundos lejanos. Un viaje planetario a través de los olores.
¡Como disfruté con el tacto! Cogiendo con las manos la almohada de piña colada o el bocadillo de mojito. ¿A quién se le puede ocurrir preparar un Bloody Mary para tomárselo con el pulgar y el índice? Solo a un genio.
Cinco horas de animosa charla con amigos entrañables, escuchando los comentarios sabios y atinados de quienes nos atendían con gran amabilidad, compartiendo olores, sabores, texturas, colores y sobre todo sensaciones constituyeron un disfrute impagable para mis oídos.
Mis expectativas se cumplieron con creces. La realidad me llevó mucho más lejos de lo que esperaba. Disfruté como hacía mucho, con un espectáculo insólito, completo, atractivo y muy gratificante.
¿Es comida?. ¿es química y tecnología? Qué polémica más absurda y sin interés.
¿Es el Bulli, un restaurante? no estoy seguro, y tampoco me importa. Podríamos llamarle galería de arte perecedero o salón de experiencias sensoriales.
De lo que estoy seguro es de que ofrece espectáculo del bueno: ese que te llena de emociones, que te recorre todo el cuerpo, que te pone las neuronas a flor de piel.
Por la noche, no cené.
Sí, soy uno de esos escasos habitantes de este planeta que, gracias a la fortuna y sobre todo a unos buenos amigos, he podido visitar ese lugar mítico -"el mejor restaurante del mundo"- que se llama el Bulli.
Después de 52 platos, varias botellas de excelentes vinos, cinco horas de intenso disfrute de los sentidos y un pequeño período de recuperación emocional para volver a la normalidad, intento transmitiros lo que un intruso como yo sintió, vio, tocó, olió y saboreó en un sitio como el Bulli.
Hay que empezar por el lugar: Cala Montjoi. El fin del mundo. De un mundo de una belleza extraordinaria. Vas conduciendo por esas curvas del cabo de Creus admirando el paisaje, disfrutando de la hermosura del entorno, sin saber si ese es el camino, pues no hay ningún cartel que lo indique. Buscando la tierra prometida, esa tierra que parece que nunca vas a alcanzar, tan inalcanzable como el sueño de el Bulli; hasta que te tropiezas con él sin darte cuenta, como justo premio a tanto como has deseado poder llegar.
Y lo humano te sale al paso. Personas encantadoras, amables, Ferrán Adriá, Juli Soler, Lluis García, que te esperaban, te saludan, te ofrecen su casa, te la enseñan, te explican lo que hacen y consiguen trasladarte al salón de tu casa.
Y empieza el espectáculo, pues a eso asistí yo ayer: a un extraordinario espectáculo sensorial dónde mis cinco sentidos estuvieron activados, y de qué manera, permanentemente sorprendidos.
Una explosión visual de colores, formas, texturas, que componían una cadena de sobresaltos diseñados por un creador atrevido y convincente.
Cuánto eché de menos que la naturaleza humana no estuviese dotada de una máquina registradora de sabores que nos permitiera volver a paladearlos sin más que apretar un botón. Es difícil transmitir la intensidad, la pureza, la diversidad de los sabores que ayer disfruté .
Pero no solo sabores, ¡y los olores!, el cardamomo, la trufa, el caviar mezclado con almendras, la ostra con la becada, la soja, el wasabi. Los olores conocidos y familiares de nuestra infancia con los exóticos de mundos lejanos. Un viaje planetario a través de los olores.
¡Como disfruté con el tacto! Cogiendo con las manos la almohada de piña colada o el bocadillo de mojito. ¿A quién se le puede ocurrir preparar un Bloody Mary para tomárselo con el pulgar y el índice? Solo a un genio.
Cinco horas de animosa charla con amigos entrañables, escuchando los comentarios sabios y atinados de quienes nos atendían con gran amabilidad, compartiendo olores, sabores, texturas, colores y sobre todo sensaciones constituyeron un disfrute impagable para mis oídos.
Mis expectativas se cumplieron con creces. La realidad me llevó mucho más lejos de lo que esperaba. Disfruté como hacía mucho, con un espectáculo insólito, completo, atractivo y muy gratificante.
¿Es comida?. ¿es química y tecnología? Qué polémica más absurda y sin interés.
¿Es el Bulli, un restaurante? no estoy seguro, y tampoco me importa. Podríamos llamarle galería de arte perecedero o salón de experiencias sensoriales.
De lo que estoy seguro es de que ofrece espectáculo del bueno: ese que te llena de emociones, que te recorre todo el cuerpo, que te pone las neuronas a flor de piel.
Por la noche, no cené.
De eso se trata. De que nada importe. De que las polémicas no tengan interés. Que seas productor competitivo, consumidor bulímico, gregario de cualquier moda. Qué importa si a partir del décimo bocado las papilas van perdiendo su capacidad gustativa. Que importa si lo perecedero entra en la definición del arte. Qué importa si con la banalización de todo se consigue la infantilización de todos. De eso se trata. Qué importa si el alimento ha sido reducido a su función de objeto, desacralizándolo y modificándolo en función de placeres y necesidades inmediatos. Qué importa si para seducirnos se recurre a la ingeniería sensorial, al conductismo, a la neurociencia, es decir, a la organización de nuestros comportamientos, con el fin único de ampliar de ampliar el volumen de consumidores, de hacer del individuo tan solo un receptáculo pasivo de de opciones estéticas. Qué importa si no queremos reflexionar sobre el hecho de que lo que hoy se ofrece como gastronomía es tan solo una más de las representaciones de la mercantilización de la vida. ¿Para qué pensar que el mercado del éxito está vinculado a la pérdida de referencias externas?
ResponderEliminar¿Cuando la novedad y el divertimento sean rutina, qué nos quedará? Algo parecido a lo que nos ofrece la gastrocracia: un subproducto del diseño y el comercio al servicio de la industrialización de las sensaciones.
Jesús
Querido lector, cuánto me alegro de tus comentarios aunque discrepe profundamente de ellos.
ResponderEliminarLa razón por la que no me interesa esa polémica sobre si lo que se hace en el Bulli es cocina o es química es porque considero que está desenfocada y que no es desde esa perspectiva desde la que se debe analizar la trayectoria de Adriá.
Claro que me importa lo que se hace, y por eso lo describo elogiosamente. Y claro que es cocina, y de muy alta calidad. Con muchos elementos más incorporados, con muchas tradiciones culinarias, con sabores más intensos y nítidos.
No se si las papilas pierden su capacidad gustativa a partir del décimo bocado; sí que te puedo asegurar que las mías degustaron con fruición los cincuenta y dos platos.
Por último, cuánto me gustaría a mi también que pudiéramos prescindir de la influencia de los mercados y de la sociedad consumista, pero... ¿crees que los restaurantes de cocina tradicional, por llamarles de alguna manera, funcionan fuera del mercado?
Un abrazo muy fuerte, lector.