Son las once de la mañana y estoy sentado en el patio de mi casa del pueblo, leyendo a la sombra de un frondoso aliso. Me acompaña el cric-crac de las cigarras y el sonido del agua fluyendo por el arroyo que bordea mi vivienda. Me acompaña también Alba, mi última nieta, sentada a mi izquierda en su hamaquita.
Alba no ha cumplido aún los tres meses, es rubia, aunque cuando le da el sol parece pelirroja, tiene unos ojos azules que brillan como zafiros, piel blanca, sonrosada después de varios días al aire libre, y un cuerpecito muy bien formado.
Estoy leyendo "En la orilla" de Rafael Chirbes; su prosa brillante y dura necesita de descansos que aprovecho para observar a Alba. Me mira fijamente; yo creo que me ve --al menos esa es la ilusión que me hago cuando compruebo que responde a mis estímulos. Mientras, trato de interpretar su lenguaje corporal, que es el único que domina, el movimiento de sus brazos y piernas, sus miradas, los sonidos que emite. Todo me resulta difícil de descifrar a la vez que interesante, placentero y gratificante. Me puedo pasar largos ratos observándola, haciendo carantoñas para que reaccione, y me da respuestas que no siempre entiendo. Me gusta ver cómo se estira o abre la boca o se despereza. Y me pregunto qué pasará por su cabecita cada vez que realiza uno de esos movimientos.
Vuelvo a mi lectura, a esa descripción dura, pero realista, que Chirbes hace del momento que vivimos, a esa visión desesperanzada de nuestro futuro, y me viene Alba a la cabeza. ¿Qué le deparará el futuro? Será en la década de los treinta cuando ella tenga que abrirse camino en la vida. ¿Qué se encontrará? ¿Qué le habremos dejado? ¿Esta sociedad podrida que ahora tenemos? Espero que no.
Vuelvo la mirada a la hamaquita, a la sonrisa de Alba --se sonríe mucho--, a su cuerpecito por formar, y me reafirmo en que se merece un futuro digno y un mundo más decente. Se lo tenemos que ir preparando desde ahora, a ella y a todos nuestros hijos y nietos. Esa es nuestra tarea.
Muchas gracias.
Alba no ha cumplido aún los tres meses, es rubia, aunque cuando le da el sol parece pelirroja, tiene unos ojos azules que brillan como zafiros, piel blanca, sonrosada después de varios días al aire libre, y un cuerpecito muy bien formado.
Estoy leyendo "En la orilla" de Rafael Chirbes; su prosa brillante y dura necesita de descansos que aprovecho para observar a Alba. Me mira fijamente; yo creo que me ve --al menos esa es la ilusión que me hago cuando compruebo que responde a mis estímulos. Mientras, trato de interpretar su lenguaje corporal, que es el único que domina, el movimiento de sus brazos y piernas, sus miradas, los sonidos que emite. Todo me resulta difícil de descifrar a la vez que interesante, placentero y gratificante. Me puedo pasar largos ratos observándola, haciendo carantoñas para que reaccione, y me da respuestas que no siempre entiendo. Me gusta ver cómo se estira o abre la boca o se despereza. Y me pregunto qué pasará por su cabecita cada vez que realiza uno de esos movimientos.
Vuelvo a mi lectura, a esa descripción dura, pero realista, que Chirbes hace del momento que vivimos, a esa visión desesperanzada de nuestro futuro, y me viene Alba a la cabeza. ¿Qué le deparará el futuro? Será en la década de los treinta cuando ella tenga que abrirse camino en la vida. ¿Qué se encontrará? ¿Qué le habremos dejado? ¿Esta sociedad podrida que ahora tenemos? Espero que no.
Vuelvo la mirada a la hamaquita, a la sonrisa de Alba --se sonríe mucho--, a su cuerpecito por formar, y me reafirmo en que se merece un futuro digno y un mundo más decente. Se lo tenemos que ir preparando desde ahora, a ella y a todos nuestros hijos y nietos. Esa es nuestra tarea.
Muchas gracias.
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