Ayer, como suelo hacer todos los años por estas fechas, he viajado a Estados Unidos para visitar a mis hijas y nietos. Hace algún tiempo había un vuelo directo a Washington que, dentro de lo que cabe, hacía más llevadero este largo viaje. Ya no es así y, en esta ocasión, he viajado vía Filadelfia.
Después de haber sufrido todas las vicisitudes que hoy conlleva el viajar en avión, especialmente las relativas a la seguridad, o sería mejor decir "inseguridad", de estar más de ocho horas metido en un avión en una postura no especialmente cómoda, después de haber engullido --qué remedio-- algo que llaman comida, pero que por su color, olor y textura no la podríamos conceder ese nombre, desembarqué en Estados Unidos. Pasé el control de fronteras, es decir, me tomaron las huellas dactilares de los diez dedos de las manos y me hicieron una foto. Lo hacen cada vez que entro en Estados Unidos y digo yo, ¿no bastaría con que lo hicieran una vez y ya tenían la información disponible para las siguientes?
Una vez en territorio americano, cuál no sería mi sorpresa al comprobar que me tocaba empezar de nuevo todo el proceso para poder embarcar en mi avión hacia Washington. De nuevo seguridad, que significa deshacerte de todo, incluido zapatos. Pero no solo eso, pues de forma aleatoria suena un pitido que te obliga a hacer las cosas más raras. La vez pasada, por ejemplo, me cogieron los zapatos de la cinta transportadora y me los metieron en una maquina, ¿Qué buscaban? No lo sé. Una vez procesados, me los devolvieron y pude seguir viaje. En esta ocasión, me pasaron por ambas manos un papelito fino y delgado que introdujeron en una máquina y al rato me dejaron seguir. Y menos mal que en este aeropuerto no tenían otras máquinas --como de rayos-x-- que te desnudan para ver si llevas algo escondido interiormente (creo que el uso de estas máquinas está prohibido en Europa; no sé si también las han prohibido aquí).
Siempre he pensado que todo esto me pasa por ser moreno. Si fuera rubio, de ojos azules y pasaporte americano, como mi sobrina, podría entrar directamente, sin más, que acercarme a una de las máquinas que existen en todos los aeropuertos americanos destinadas a este fin: "Global Entry".
Conforme sufría todo esto, me acordé de la princesa Corinna y sus declaraciones sobre lo duro y difícil que es vivir siendo rubia. Corinna, guapa, somos unos incomprendidos.
Muchas gracias.
Después de haber sufrido todas las vicisitudes que hoy conlleva el viajar en avión, especialmente las relativas a la seguridad, o sería mejor decir "inseguridad", de estar más de ocho horas metido en un avión en una postura no especialmente cómoda, después de haber engullido --qué remedio-- algo que llaman comida, pero que por su color, olor y textura no la podríamos conceder ese nombre, desembarqué en Estados Unidos. Pasé el control de fronteras, es decir, me tomaron las huellas dactilares de los diez dedos de las manos y me hicieron una foto. Lo hacen cada vez que entro en Estados Unidos y digo yo, ¿no bastaría con que lo hicieran una vez y ya tenían la información disponible para las siguientes?
Una vez en territorio americano, cuál no sería mi sorpresa al comprobar que me tocaba empezar de nuevo todo el proceso para poder embarcar en mi avión hacia Washington. De nuevo seguridad, que significa deshacerte de todo, incluido zapatos. Pero no solo eso, pues de forma aleatoria suena un pitido que te obliga a hacer las cosas más raras. La vez pasada, por ejemplo, me cogieron los zapatos de la cinta transportadora y me los metieron en una maquina, ¿Qué buscaban? No lo sé. Una vez procesados, me los devolvieron y pude seguir viaje. En esta ocasión, me pasaron por ambas manos un papelito fino y delgado que introdujeron en una máquina y al rato me dejaron seguir. Y menos mal que en este aeropuerto no tenían otras máquinas --como de rayos-x-- que te desnudan para ver si llevas algo escondido interiormente (creo que el uso de estas máquinas está prohibido en Europa; no sé si también las han prohibido aquí).
Siempre he pensado que todo esto me pasa por ser moreno. Si fuera rubio, de ojos azules y pasaporte americano, como mi sobrina, podría entrar directamente, sin más, que acercarme a una de las máquinas que existen en todos los aeropuertos americanos destinadas a este fin: "Global Entry".
Conforme sufría todo esto, me acordé de la princesa Corinna y sus declaraciones sobre lo duro y difícil que es vivir siendo rubia. Corinna, guapa, somos unos incomprendidos.
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