Si uno se subiera a un avión sin saber adónde va, porque se supone que el destino es una sorpresa que le quieren dar, nada más pisar el aeropuerto, sabría si está en Estados Unidos. Los aeropuertos americanos son inconfundibles. Dos son, en mi opinión, las características que les hacen especiales. La primera es visual y tiene que ver con el volumen de las personas con las que te cruzas. No hay sitio posible en el mundo en el que uno pueda ver más gordos y gordas por metro cuadrado, y si encima se trata de un aeropuerto del sur americano, tipo Atlanta o Nashville, es que no ves otra cosa. La segunda característica tiene que ver con el olfato: en ningún aeropuerto es posible sentir con tanta intensidad ese olor dulzón, mezcla de ketchup, mostaza y canela, que produce la "fast food" de este país. Los aeropuertos americanos no son lo que parecen --lugares donde despegan y aterrizan aviones-- sino que por el contrario son enormes comedores con todo tipo de franquicias alimenticias donde también despegan y aterrizan aviones.
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Recojo mis maletas y me encamino al aparcamiento para coger el coche en el que mi hija nos llevará a su casa. Salimos del parking y vamos a pagar en la caseta de rigor: son $5 y damos un billete de $10. La señora que nos atiende tiene que contar cinco billetes de un dolar y entregárnoslos. Pasa el tiempo, la señora sigue contando, sigue pasando el tiempo, ¿sabrá contar la señora? Al cabo de 10 minutos nos entrega los cinco dolares y ¡oh, sorpresa! están bien contados. Hacia tan solo unos minutos que un policía desencarado me había pasado un extraño papel por mis manos y luego lo había introducido en una sofisticada máquina capaz, supongo, de descubrir las más aviesas intenciones. Así es Estados Unidos: convive, con más frecuencia de lo debido, la tecnología más puntera con la ineficiencia más deplorable.
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Han avisado de que mañana nevará. No será mucho, pero se espera que llegue a los diez centímetros y que se suspendan las clases. Hemos salido a recoger a uno de mis nietos y el depósito del coche esta casi vacío. Vamos a una gasolinera, donde siempre lo hacemos, y se le ha acabado la gasolina. Me quedo sorprendido, pues no es nada normal, hasta que me doy cuenta de que "mañana va a nevar". Eso quiere decir que todos los americanos han decidido llenar de gasolina sus coches y de comida sus neveras, por si acaso. Hoy ha amanecido algo nevado, pero ¿y si hubiera venido el fin del mundo?
Muchas gracias.
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Recojo mis maletas y me encamino al aparcamiento para coger el coche en el que mi hija nos llevará a su casa. Salimos del parking y vamos a pagar en la caseta de rigor: son $5 y damos un billete de $10. La señora que nos atiende tiene que contar cinco billetes de un dolar y entregárnoslos. Pasa el tiempo, la señora sigue contando, sigue pasando el tiempo, ¿sabrá contar la señora? Al cabo de 10 minutos nos entrega los cinco dolares y ¡oh, sorpresa! están bien contados. Hacia tan solo unos minutos que un policía desencarado me había pasado un extraño papel por mis manos y luego lo había introducido en una sofisticada máquina capaz, supongo, de descubrir las más aviesas intenciones. Así es Estados Unidos: convive, con más frecuencia de lo debido, la tecnología más puntera con la ineficiencia más deplorable.
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Han avisado de que mañana nevará. No será mucho, pero se espera que llegue a los diez centímetros y que se suspendan las clases. Hemos salido a recoger a uno de mis nietos y el depósito del coche esta casi vacío. Vamos a una gasolinera, donde siempre lo hacemos, y se le ha acabado la gasolina. Me quedo sorprendido, pues no es nada normal, hasta que me doy cuenta de que "mañana va a nevar". Eso quiere decir que todos los americanos han decidido llenar de gasolina sus coches y de comida sus neveras, por si acaso. Hoy ha amanecido algo nevado, pero ¿y si hubiera venido el fin del mundo?
Muchas gracias.
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