El pasado sábado, Sábado de Pasión o de Gloria -¡qué confusión!-, amaneció lluvioso y desapacible. Así estuvo toda la mañana, que pensábamos dedicar a visitar Zaragoza. Pasear bajo la lluvia puede resultar romántico a veces, pero es siempre bastante desagradable, así que decidimos dirigir nuestros pasos hacia sitios cerrados: museos e iglesias.
Me propusieron acercarme al museo Pablo Gargallo y me pareció bien. Conocía poco del escultor Gargallo, de hecho ni sabía que era aragonés; pensaba que era catalán. Había visto alguna escultura suya en el Hirschorn de Washington, que me había interesado.
Vamos al museo. De entrada me impresionó mucho el lugar en el que está instalado: un precioso palacio renacentista. El Palacio de Argillo, que fué construido a mediados del siglo XVII, y restaurado y acondicionado para museo recientemente, es una joyita arquitectónica. Combina con elegancia el estilo renacentista, -ese extarordinario patio central-, con elementos típicos aragoneses como el ladrillo visto de su fachada, la falsa galería de arquillos y el volado alero de madera tallada.
Si el continente es bonito, el contenido es una delicia. Resulta excitante el recorrido por la obra de Gargallo, desde esas esculturas claramente clasicistas, pasando por la influencia de Rodin, el modernismo de las composiciones que realizó para el estadio de Montjuich, o el más puro vanguardismo.
El museo, que está muy bien diseñado para el visitante, te lleva por todo el proceso creador del artista. Es apasionante comprobar la eliminación de todo lo superfluo a la hora de representar el cuerpo humano: desaparecen las redondeces, toman forma los vacíos, el volumen se invierte, lo plano se convierte en espacial, y solo unos rasgos esenciales te permiten descubrir sin riesgo de error lo que el artista te quería transmitir. Lo mismo ocurre con los materiales con los que trabaja, el marmol, el alabastro, el cobre, el hierro, el latón o el plomo. Todo se vuelve flexible y capaz de conformar los espacios.
Una de las grandes virtudes de este museo es lo bien que está montado y lo completo que resulta para conocer la obra del artista. Un descubrimiento realmente interesante. Hay que verlo.
Muchas gracias.
Me propusieron acercarme al museo Pablo Gargallo y me pareció bien. Conocía poco del escultor Gargallo, de hecho ni sabía que era aragonés; pensaba que era catalán. Había visto alguna escultura suya en el Hirschorn de Washington, que me había interesado.
Vamos al museo. De entrada me impresionó mucho el lugar en el que está instalado: un precioso palacio renacentista. El Palacio de Argillo, que fué construido a mediados del siglo XVII, y restaurado y acondicionado para museo recientemente, es una joyita arquitectónica. Combina con elegancia el estilo renacentista, -ese extarordinario patio central-, con elementos típicos aragoneses como el ladrillo visto de su fachada, la falsa galería de arquillos y el volado alero de madera tallada.
Si el continente es bonito, el contenido es una delicia. Resulta excitante el recorrido por la obra de Gargallo, desde esas esculturas claramente clasicistas, pasando por la influencia de Rodin, el modernismo de las composiciones que realizó para el estadio de Montjuich, o el más puro vanguardismo.
El museo, que está muy bien diseñado para el visitante, te lleva por todo el proceso creador del artista. Es apasionante comprobar la eliminación de todo lo superfluo a la hora de representar el cuerpo humano: desaparecen las redondeces, toman forma los vacíos, el volumen se invierte, lo plano se convierte en espacial, y solo unos rasgos esenciales te permiten descubrir sin riesgo de error lo que el artista te quería transmitir. Lo mismo ocurre con los materiales con los que trabaja, el marmol, el alabastro, el cobre, el hierro, el latón o el plomo. Todo se vuelve flexible y capaz de conformar los espacios.
Una de las grandes virtudes de este museo es lo bien que está montado y lo completo que resulta para conocer la obra del artista. Un descubrimiento realmente interesante. Hay que verlo.
Muchas gracias.
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