El jueves me fuí a Casablanca, casi ocho años después de que pasara en esa ciudad cuatro de los mejores años de mi vida, tanto personal como profesionalmente.
Llegué por la noche. Me esperaban buenos amigos y amigas, precisamente en una casa colindante a la que me había albergado en los últimos tiempos de mi estancia en la ciudad. Aunque era de noche, podía recordaba los gritos y la algarabía que domigo sí, domingo no, retumbaban sobre mis oidos como consecuencia de los partidos de fútbol que se celebraban en el estadio situado justamente enfrente.
Al día siguiente, tras descansar, y acompañado por un buen amigo, me fuí a visitar el Instituto español en el que pase cuatro interesantes años. El paseo desde el Maarif hasta el bulevar de Anfa me lleno el espiritu de recuerdos y emociones. Los mismos olores, los mismos edificios viejos y ajados, la misma gente probablemente con caras distintas pero igual caminar cansado, alguna nueva cafetería con sus enormes terrazas. ¿Dan tanto los cafes que se toman los lugareños, horas sentados en las terrazas viendo como pasa el tiempo y la vida, como para que sea un negocio tanta cafetería elegante? Ni antes ni ahora supe la respuesta.
Llegué al colegio. Me asaltaron los colores del edificio, que yo mandé pintar, los jardines y los niños con unos años más. Me encontré con las limpiadoras, los conserjes, las administrativas, las mismas que yo dejé, con alguna arruga más pero con el mismo cariño que antes me tenían. Me emocionó comprobar que yo, con mi modesta aportación, había tenido que ver en lo que hoy es ese centro y su realidad, lo que perdura por encima del paso de profesores y alumnos. Las personas y objetos que permanecen me devolvían en forma de cariño el agradecimiento por mi aportación.
Eso es para mí la vida. Comprobar que los esfuerzos realizados han dado algunos frutos que perduran en el tiempo y que llevan parte de uno en su esencia.
Dejé la ciudad, en la que no llegué a estar ni veinticuatro horas, pero me fuí sabiendo que "siempre me quedará Casablanca".
Muchas gracias.
Llegué por la noche. Me esperaban buenos amigos y amigas, precisamente en una casa colindante a la que me había albergado en los últimos tiempos de mi estancia en la ciudad. Aunque era de noche, podía recordaba los gritos y la algarabía que domigo sí, domingo no, retumbaban sobre mis oidos como consecuencia de los partidos de fútbol que se celebraban en el estadio situado justamente enfrente.
Al día siguiente, tras descansar, y acompañado por un buen amigo, me fuí a visitar el Instituto español en el que pase cuatro interesantes años. El paseo desde el Maarif hasta el bulevar de Anfa me lleno el espiritu de recuerdos y emociones. Los mismos olores, los mismos edificios viejos y ajados, la misma gente probablemente con caras distintas pero igual caminar cansado, alguna nueva cafetería con sus enormes terrazas. ¿Dan tanto los cafes que se toman los lugareños, horas sentados en las terrazas viendo como pasa el tiempo y la vida, como para que sea un negocio tanta cafetería elegante? Ni antes ni ahora supe la respuesta.
Llegué al colegio. Me asaltaron los colores del edificio, que yo mandé pintar, los jardines y los niños con unos años más. Me encontré con las limpiadoras, los conserjes, las administrativas, las mismas que yo dejé, con alguna arruga más pero con el mismo cariño que antes me tenían. Me emocionó comprobar que yo, con mi modesta aportación, había tenido que ver en lo que hoy es ese centro y su realidad, lo que perdura por encima del paso de profesores y alumnos. Las personas y objetos que permanecen me devolvían en forma de cariño el agradecimiento por mi aportación.
Eso es para mí la vida. Comprobar que los esfuerzos realizados han dado algunos frutos que perduran en el tiempo y que llevan parte de uno en su esencia.
Dejé la ciudad, en la que no llegué a estar ni veinticuatro horas, pero me fuí sabiendo que "siempre me quedará Casablanca".
Muchas gracias.
¡Qué bonito texto, Emilio! me ha encantado y también emocionado. Un beso.
ResponderEliminar