Estoy sentado, como todas las mañanas, en el patio de mi casa del pueblo, leyendo el periódico: la crisis económica, los “mercados”, los atentados en Afganistán… A veces pienso que soy un poco masoquista, pues leer la prensa con la que está cayendo requiere cierta dosis de sacrificio.
El sonido de los cencerros, junto al ruido de ganado pisando la hierba, rompe el silencio que acompaña mi lectura. El olor a queso de cabra, como dice mi mujer, es muy intenso. Me rodea un rebaño de cabras. Se sitúan a lo largo de la garganta que pasa por delante de mi casa. Cada una se ocupa de comer la hierba que tiene a su alcance. Las más fuertes se apoyan en el capó de mi coche, para poder elevarse y comer las hojas del árbol que me da sombra.
El cabrero, un personaje mal encarado y atrabiliario, descansando sobre un palo y rodeado por sus perros, vigila que el rebaño no se desmande. Mientras observo la escena con curiosidad y con cierta nostalgia y melancolía, vienen a mi mente recuerdos de imágenes pasadas –de hace unas semanas- de mis nietos observando este mismo paisaje. Estos niños, nacidos en Estados Unidos y criados , unos en los suburbios elegantes de Washington y otros en la rutilante ciudad de San Francisco, miraban estupefactos a esos animales – mucho más extraños para ellos que la ”play station” o el Wii. ¿Qué pasaba por sus cabecitas cuando veían estas cabras?
El cabrero, que viene haciendo lo mismo desde hace más de treinta años, no creo que esté muy impresionado por la crisis de la deuda soberana, ni creo que le preocupe la presencia de nuestros militares en Afganistán.
Mientras estos pensamientos circulan por mi cabeza, el tiempo va pasando, las cabras se han alimentado y el cabrero, siguiendo su rutina milenaria, se las lleva a otra zona del monte.
Recupero la lectura del periódico: la hambruna en Somalia, no sé qué aburrida historia sobre ETA… Afortunadamente, al menos ya no tengo que tragarme páginas interminables sobre el Papa.
¿Adónde vamos? Otro mundo tiene que ser posible.
Muchas gracias.
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